Acabada
la guerra, fuimos a Terrassa para recoger a mi padre, que estaba
herido y prisionero. El viaje fue duro porque circulaban pocos
trenes. Cuando llegamos a Sans, nos dijeron que no había tren a
Terrassa hasta el día siguiente. Nos refugiamos en un portal que era
muy ancho, salió una mujer de un piso, y nos invitó a dormir en su
casa. Mi madre llevaba patatas y algarrobas en un bolso y algún
boniato. El matrimonio que nos acogió, que era muy mayor, se alegró
mucho, porque hacía semanas que no tenía patatas. Los mercados
estaban desabastecidos, con dinero y sin él. Había mucha hambre.
Al
día siguiente, el hombre fue a la estación de Sants a preguntar
cuando habría un tren y le dijeron que sobre las diez saldría uno.
Por fin pusimos los pies en Terrassa. Mi padre estaba en un caserón
desvencijado, sin puertas ni ventanas, que hacía de cuartel y de
hospital. Fue horrible, porque se amontonaba mucha gente en una gran
sala y muchos me ofrecían galletas, parecían zombis. Me asusté
mucho aquel día. Mi padre estaba herido y demacrado, y nos dijo:
“ahora son ellos los que mandan. Ayer fusilaron a diecisiete”. Yo
no comprendía nada. Fue más tarde cuando comprendí más cosas y el
porqué de todo.
Al
volver a casa se
recuperó enseguida. La herida no era muy grave, una bala le había
entrado y salido por el costado, y se le había infectado por falta
de higiene. Entró a trabajar para el Baixeras, y luego volvió con
el Burot, hasta que entró en la Compañía Roca Radiadores. Todos
seguíamos creciendo y en 1944 nació mi hermano Juan.
Alquilamos un trozo de tierra y todos a currar, grandes y pequeños,
en el campo y en la fábrica. Todos ocupados y así conseguimos
salir adelante.
Alberto
Sierra Alfonso
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