“En
el año 1951, a mis 24 años, llegué a Cataluña junto con mi hermana y mi
sobrino. Mi prima estaba en Terrassa y nos contaba que aquí se ganaba bien la
vida. En mi pueblo, Alhama de Granada, hubo mucha discriminación hacia
nosotros, los rojos, y no te quedaba más remedio que ir a servir a los señoricos, que te humillaban y te
pagaban una miseria. Estuve en una casa de acogida en Murcia y luego en un colegio de niños
refugiados. Cuando volvimos, nos habían saqueado la casa y no teníamos nada. Mi
hermana y yo nos pusimos a servir por tres duros al mes y la comida, que era de
las sobras y de lo peor. Teníamos las manos picadas de sangre de tanto
trabajar.
He vuelto más veces a mi pueblo,
pero no lo echo de menos. Un año que volví, vi a una señorita de aquellas que
nos hacía pasar las de Caín que iba sucia y me dijeron que iba a comer a un
comedor de beneficencia. ¡Lo habían malgastado todo!
A mí me gustó venir aquí porque
la gente era de otra manera, no te escondían las cosas, no te vigilaban cuando
ibas a la despensa, no te controlaban el jabón… como hacían en mi pueblo. Estoy
muy contenta de haber venido y mi madre también lo estaba y decía: “Bendita
Cataluña, que me ha dado de comer”, porque nos veía a todos aquí colocados y
muy bien. Si nos hubiéramos quedado allí, habríamos estado muy mal. La gente
de Gavà ha sido amable, acogedora, muy buena gente. Y yo he estado encantada
de la vida”.
Magdalena Moya,
Del
llibre « Trajectes, la veu de les dones immigrants », 2008